En el lugar desde el que escribo, la vida pasa lentamente, los días se suceden por inercia, vacíos, sin que parezca ocurrir nada. Las nubes forman parte de un decorado y el cielo es un telón de fondo. Las gentes que caminan por la calle lo hacen cabizbajas, anuladas por la parsimonia de las costumbres, la gravedad de lo antaño y la previsibilidad del destino. Yo era una mujer sin formas, envasada al vacío en un camisón sin sexo, mutilado el ánimo y abatida la voluntad. Yo vivía a los pies de una montaña de apenas tres centímetros, que me tapaba el sol. Cuando mi orgullo de reina me lo permitía, lograba ponerme de puntillas y levantar el vuelo. Los dedos leñosos de mis pies desnudos me sostenían a duras penas. Mientras escalaba la montaña, levantaba los brazos, chasqueaba los dedos y tatareaba los compases agudos y melancólicos de una jota castellana. Entonces, mi cabeza se llenaba de recuerdos y canciones, mis dedos se tornaban castañuelas y mis pies, pasos de baile. La luz traviesa que entraba por la rendija de mi celda me acariciaba, el sol me enfocaba y yo empezaba a subir la montaña sigilosamente. Por un instante visitaba el cielo, al que únicamente se puede llegar si caminas de puntillas, con los pies descalzos. Después, abducida por la gravedad de la tierra, me dejaba caer a los pies de la montaña, hasta que mi orgullo de reina loca me permitiera de nuevo levantar el vuelo. Nines Carrascal