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Crítica de Andrés Molinari a Dysphoria

Fotografía de Crítica de Andrés Molinari a Dysphoria

Una silla vacía, una mujer repleta

Se hizo esperar el nuevo estreno absoluto de Histrión Teatro. Sabíamos su son a campanazo, su economía de medios pero su riqueza de asunto. ‘Dysphoria’ es una vuelta de turca más de
Gema Matarranz, la grandísima actriz afincada en Granada, con María Goiricelaya en la dirección de actores y la dramaturgia.

Pero no nos esperábamos tanto ni tan bueno.

Amanece sobre una silla vacía. Una mujer llega a la era redonda, donde se agavillan temas espinosos y donde se aventarán palabras erizantes, para contarnos una historia de cambio de
sexo, de mutación de género, de trasposición de vidas. El atuendo ayuda. Porque Gema interpreta a media docena larga de personajes ella sola. Unas veces es Alejandra que quiere
ser Álex, escondida bajo la capucha, tan juvenil hogaño. Inmediatamente es la madre, traqueteada por la circunstancia. Luego será la relatora, la terapeuta, la fiscal, la abogada defensora en una acusación de violencia sexual sobre Álex…

Sólo la destreza y la valía de Gema pueden llevar a buen puerto tanta impedimenta interpretativa. Pero hay más, mucho más. El frío humano ante el cambio de sexo, que cala hasta los huesos, está apostrofado por un frígido y glacial tubo fluorescente colgado del techo, con la impresión de estas decisiones humanas. La silla no invita a la comodidad, todo lo contrario. El gran círculo en el que dialogan mujer y silla, parece lo más seguro, lo más justo, pues todos sus puntos equidistan por igual y ninguno es más que otro. Por eso ella lo abandona de vez en cuando, porque a veces la obra baja un poco para convertirse en denuncia retórica o perorata legalista. Pero, en seguida, reverdece la entrega genuina y totalmente teatral de ambas mujeres. Auxiliadas por un rap insinuado, un aro de neón sugerente de discoteca, unas luces transversales horizonte de vidrios rotos.

Frío, mucho frío, dicho por sus labios. Una gélida navaja que corta, como el hielo, las entrañas de una madre. Una tibieza de la tribu ante el dolor de quien quiere que su cuerpo responda a los deseos de su alma. Un calor inmenso en las palabras, fuego en los gestos. Un tórrido museo de sufrimientos, un abrasador silencio sin oasis.

Una actriz repleta de todas las temperaturas del teatro.

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